
Hay un momento que nadie te advierte cuando crías a un hijo: ese instante en el que cierra la puerta, mochila al hombro, y se va. A estudiar fuera, a “volar”, como tantas veces deseaste que hiciera. Pero ahora que lo hace, hay una grieta en el pecho...
No solo de nostalgia, también de miedo. ¿Comerá bien? ¿Se rodeará de buenas personas? ¿Sabré si está triste? ¿Y si se pierde? ¿Y si le pasa algo?
Que se despierte una tormenta de emociones cuando un hijo adolescente se marcha a estudiar fuera es totalmente normal, y esto no te hace un padre o una madre controladora. Pero lo que hacemos con esas emociones es importante. ¿Cómo abordar la situación?
¿Por qué este miedo es tan intenso?
Porque no es solo miedo: es duelo. Es un pequeño duelo anticipado que toca muchas fibras a la vez. No es que no confíes en tu hijo, es que esta nueva etapa viene a recordarte algo que preferirías ignorar: que tu papel como madre o padre cambia para siempre.
Ya no puedes controlar el entorno, las decisiones, los horarios, ni siquiera el silencio. Y eso remueve muchas cosas, entre ellas, tu propio vínculo con la autonomía, el desapego, incluso tu historia familiar. ¿Quién cuidó de ti cuando tú te fuiste de casa? ¿Cómo viviste tú la independencia?
El fantasma del “¿y si?” en forma de miedos
El miedo no es racional. Es escénico. Tiene el talento de un dramaturgo: crea escenarios imaginarios, todos dramáticos. “¿Y si se siente solo?”, “¿y si enferma y no me lo dice?”, “¿y si no encuentra su sitio?”. El problema no está en sentir eso, sino en creer que es la única verdad.
En estos casos, el miedo habla más de nosotros que de nuestros hijos. Habla de lo que creemos que es el mundo. De si lo vemos seguro o hostil. De si creemos en su capacidad o solo en su fragilidad. De si podemos soltar o aún no hemos aprendido.
Dejar de 'necesitarlos'
En consulta, una madre me decía: “No puedo dejar de pensar que ya nada será igual”. Y tenía razón. Pero lo que no sabía aún es que puede ser mejor.
La adolescencia es ese momento vital donde lo que más necesitan nuestros hijos es que no les necesitemos tanto. No porque no nos quieran, sino porque quieren saber si pueden con el mundo por sí mismos. Y solo lo descubrirán… si les dejamos. Aunque a veces sea tremendamente difícil.
La adolescencia es ese momento vital donde lo que más necesitan nuestros hijos es que no les necesitemos tanto.
Acompañar sin invadir: ¿cómo se hace eso?
- Haz del “me importas” un mensaje claro, pero no invasivo. Un mensaje a la semana, o cada dos días, que diga: “¿Cómo estás? Sin prisa por responder. Solo quería saber de ti”, puede ser mejor que un control diario.
- Sustituye el “cuídate” por un “confío en ti”. Hay poder en transmitir confianza en lugar de preocupación. Le das autonomía.
- Crea rituales a distancia. Una serie que veáis los dos, un café virtual los domingos, un audio sin motivo... El vínculo no tiene por qué romperse; es más bien que se reinventa.
Cuando el adolescente está bien… pero tú no
Es común que los hijos se adapten más rápido de lo que esperábamos… y que quien se quede desubicado sea el adulto. El silencio de casa. La cama hecha. El plato que ya no se usa. Todo eso puede doler. Porque, sin darnos cuenta, hemos construido gran parte de nuestra identidad en torno a ese rol de cuidado. Podemos vivir una especie de síndrome del nido vacío, si no hay más hijos en casa. ¿Y ahora qué?
Ahora te toca cuidarte a ti. Reconectar con quién eres más allá de ser madre o padre. Retomar ese taller, ese libro, esa conversación contigo mismo que llevas años posponiendo. Y recordar que sigues ejerciendo como padre o madre, pero de otra manera: aún te necesitan.
Un ejemplo en consulta: el caso de Marc y Pilar
Pilar, madre de Marc, de 17 años, me decía que no podía dormir desde que su hijo se fue a estudiar a Salamanca. Llamaba a diario, le mandaba comida, buscaba en Google cuánto tardaba una apendicitis en dar síntomas.
Cuando trabajamos juntas, Pilar entendió que su miedo no era tanto por Marc, que estaba adaptándose bien, sino por su dificultad para soltar el control sin sentirse “una mala madre”.
Su trabajo personal no fue dejar de preocuparse, sino aprender a transformar esa preocupación en confianza. Empezó a escribirle cartas, no para enviárselas, sino para digerir todo lo que sentía. Y eso fue el inicio de una nueva etapa… también para ella.
Acompañar en la distancia
Dejar ir no es desentenderse. Es un acto de amor maduro. Supone mirar a tu hijo con los ojos de quien ha sembrado y ahora observa desde lejos cómo florece. Es normal que duela. Es normal tener miedo. Pero también es posible transformar ese miedo en confianza y ese vacío en crecimiento propio.
Quizás no puedas estar físicamente para cada pequeño tropiezo, pero sí puedes ser su lugar seguro, incluso a kilómetros de distancia. Porque lo importante no es evitarle los baches, sino que sepa que tiene fuerza para levantarse… y que tú estarás ahí, siempre, cuando mire atrás (o al lado).
Foto | Portada (Freepik)