
“No me cuenta nada”. Es una frase que escucho casi a diario en consulta. Padres y madres preocupados porque su hijo ya no les confía lo que le pasa, lo que siente, ni lo que vive. “Antes me lo contaba todo. Ahora, todo lo guarda para sí”.
Y entonces surge la pregunta que pocas veces nos atrevemos a mirar de frente: ¿qué parte de ese silencio tiene que ver conmigo? Porque a veces el problema no es que no quiera hablar.
Es que teme ser juzgado, corregido o malinterpretado, incluso aunque tú creas que solo estás “ayudando”. Lógicamente, en otras ocasiones simplemente no querrán contar sus cosas (por ejemplo en la adolescencia), y es totalmente normal. Vamos a indagar un poco más en todo ello.
Cuando no sabemos que juzgamos
Imagina esta escena: tu hijo te cuenta que ha sacado un cuatro en el examen. Tú le miras con preocupación y le sueltas, sin pensarlo:
—¿Otra vez? ¿Pero estudiaste algo al menos?
Tú lo haces desde el miedo, desde la preocupación genuina. Pero él escucha: “No confías en mí. Solo te importa la nota. No entiendes lo que me cuesta”. Y con esa frase, se cierra una puerta invisible.
No hace falta gritar, ni castigar, ni humillar para que un niño se sienta juzgado. A veces basta una ceja levantada, un “deberías”, un consejo prematuro, una solución que no nos han pedido.
Y esto no lo digo para generar culpa, sino todo lo contrario: ¡lo estás haciendo genial! Son cosas que hacemos sin darnos cuenta, con toda nuestra buena intención. Pero ser conscientes cuando eso ocurre, nos ayudará a acercarnos a nuestros hijos de otra manera (y que se abran).
¿Por qué tu hijo deja de hablarte?
Porque hablar, para un niño o adolescente, no es solo informar. Es exponerse. Abrirse. Y para eso necesita sentir que el otro es un refugio, no un tribunal.
Los hijos no buscan respuestas (o al menos, no siempre). Buscan presencia. Un lugar donde no tengan que demostrar nada. Donde puedan decir “no sé qué me pasa” sin recibir una lista de tareas. Donde puedan llorar sin que alguien les diga “no es para tanto”.
Y a menudo, sin querer, como adultos, llenamos los silencios con consejos, preguntas o soluciones, y dejamos sin espacio la emoción.
Claves para no juzgar (aunque creas que no lo haces)
- Escucha como si no tuvieras que hacer nada más. A veces, el simple hecho de no interrumpir, no opinar, no adelantar conclusiones, ya es una forma de amor.
- Valida antes de corregir. Si tu hija te dice “odio el colegio”, no empieces con “pero tienes que ir”. Prueba con un “entiendo que estés harta, cuéntame más”.
- Cuida tu lenguaje no verbal. Tu cara, tus gestos, tu tono… dicen más que tus palabras. Un suspiro puede ser una sentencia.
- No conviertas cada conversación en una lección. No todo lo que te cuenta necesita una moraleja. A veces solo quiere compartir, no aprender.
- Pregúntale cómo quiere que le acompañes. “¿Quieres que te dé mi opinión o solo necesitas que te escuche?” Esta pregunta puede cambiar una relación entera.
Un ejemplo: ¿te ha pasado?
Marina tiene 12 años. Vuelve del instituto enfadada. Le han hecho burla por llevar un bocadillo con mostaza. Se lo cuenta a su madre. Y su madre, sin mala intención, responde:
—Bueno, hija, pues no se lo pongas más.
Y fin de la conversación. Porque lo que Marina necesitaba no era una solución, sino un abrazo, una frase tipo:
—Eso debió dolerte mucho. Cuéntame cómo fue.
Ese es el punto: cuando arreglamos demasiado pronto, anulamos la emoción. Y los hijos, para abrirse, necesitan primero saberse comprendidos, no reparados. Este ejemplo es de una situación sencilla, pero puede aplicarse a muchas otras.
Aprender a escuchar de verdad
No es fácil mirar hacia dentro. Pero cuando dejamos de preguntarnos “¿por qué no me cuenta nada?” y empezamos a preguntarnos “¿cómo estoy escuchando yo?”, el vínculo cambia.
Porque el juicio no siempre es cruel. A veces es sutil. Viene disfrazado de consejo, de buenas intenciones, de “yo solo quiero ayudarte”. Pero lo que necesitan nuestros hijos no es que les ayudemos tanto, sino que les escuchemos mejor.
Y para eso, a veces hay que aprender a callar con amor. Porque el verdadero espacio de confianza no es el que se llena de palabras, sino el que se abre con la escucha.
¿Y tú? ¿Te has pillado alguna vez juzgando sin darte cuenta? ¿Te animas a hacer el ejercicio más valiente de todos: revisarte sin culparte, con autocompasión, y cambiar sin exigirte perfección? Tu hijo, aunque no te lo diga, lo notará. Y tal vez, poco a poco, vuelva a contarte lo que siente.
Foto | Portada (Freepik)